Sea alabado y bendito Jesucristo. Sea por siempre bendito y alabado.
La celebración del acontecimiento de Pentecostés, la Palabra proclamada, nos ha abierto los ojos y el corazón a la realidad más profunda, más liberadora, más esperanzadora: el Señor Jesús glorificado junto al Padre, intercede y derrama el Espíritu Santo.
Nuestra fe es sobre la realidad y lo más real es Dios, conocido plenamente en la Historia de la Salvación, como comunión santa del Padre, con su Hijo Unigénito, y el Santo Espíritu, que recibe con ellos la misma adoración y gloria.
La vida que Dios nos da, a la que nos va invitando y llevando, es a la comunión con su propia vida, de conocimiento y amor, por la entrega del Hijo y la donación del Espíritu Santo.
En esta realidad quiero compartir con ustedes mi acción de gracias por 40 años de ser sacerdote y de obrar como sacerdote de Jesucristo. Esto es de 40 años de ser instrumento del Espíritu Santo.
Con una de las antífonas de la fiesta quiero exclamar en su presencia y con ustedes ¡Oh qué suave y qué dulce es tu Espíritu en nosotros!
Ya entrando en la vejez, miro mis primeros años y admiro la presencia y la obra admirable del Espíritu Santo que era el dulce huésped de mi alma, como dice la Secuencia que hemos rezado. Desde mi niñez la Santa Madre Iglesia, llena del Espíritu, me iba acercando a Jesús y a sus cosas: la oración, el Rosario, la liturgia – que entonces llamábamos ceremonias - , leer el misal e ir conociendo los ritos, la palabra de Dios, los santos, la confesión, el año litúrgico. Primero me regalaron el misal dominical, luego el diario; allí iba conociendo las lecturas de la Palabra de Dios, los gestos y acciones de la plegaria de la Iglesia.
¡Qué fino! ¡Qué artista eximio el Espíritu para irme llevando a la vocación sacerdotal, como el mayor sentido de la vida! Al mismo tiempo que iba apreciando toda la creación, la sociedad, el estudio, el tennis, la arquitectura, la vida social: todos dones de Dios, me iba abriendo a las cosas de Jesús, me iba llevando a él.
Así me fue guiando en la formación y en la vida. No voy a narrarles la acción del Espíritu Santo paso a paso de mi vida. Hace 43 años me tomó como diácono, hace 40 me ordenó presbítero, hace 3 como Espíritu principal me ungió para el episcopado.
Ante ustedes y con ustedes miro el conjunto de la acción del Espíritu que pasó por mis labios en la predicación, en la enseñanza, en el consejo, en la oración – especialmente en la liturgia y más particularmente en la Plegaria Eucarística - . Como llaman a este jubileo en otras partes: 40 años de Misa. 40 años orando con Cristo en el Espíritu, invocándolo para la consagración del cuerpo y sangre de Jesús, elevando el sacrificio al Padre con Cristo en la unidad del Espíritu Santo.
Él pasó por mis manos bendiciendo, bautizando, absolviendo. Todo el sacerdocio católico es ser instrumento de Cristo sacerdote que entrega el Santo Espíritu.
Por cierto, estuvo toda su acción día a día, en diferentes momentos y circunstancias. ¡Cuánto me ha aconsejado el Santo Espíritu, para socorrer a los demás, pero por cierto para socorrerme a mí! Para reconocer el error y el pecado, para pedir perdón, para rectificar lo torcido. El Espíritu de Consejo, junto con el de Fortaleza. Imaginan cuántos miedos fueron vencidos a lo largo de la vida, cuantas audacias fueron movidas por la acción de este Espíritu. A veces cuando pienso en algunas obras que emprendí – de las que se ven, mayores son las que no se ven – me asusto de haberme largado a ellas, como en la obra de la Parroquia de Santa Rita.
¡Cuánto me ha consolado el Espíritu en la soledad, en la prueba, en la aflicción! ¡De qué diferentes maneras me ha ayudado a consolar a otros!
Él es el Espíritu Paráclito, el que está junto, el que habla al lado, para aconsejar, para consolar, para sanar, para fortalecer, para animar.
Él es el Espíritu de la Verdad que nos conduce a la Verdad plena, como nos lo prometió Jesucristo. A éste Espíritu le debo cuanto he aprendido en el seno de la Santa Madre Iglesia, en su confesión de la fe verdadera, en la comunión con los Santos Padres y Doctores de todos los tiempos. Al Espíritu le agradezco que me haya mantenido en la confesión de la fe y en la fidelidad a la Iglesia. No todo fueron rosas en ese camino; por cierto hubo contrariedades, dudas, combates - intelectuales, afectivos - , soledad en la fidelidad. Pero él que da testimonio de Cristo, me concedió ser testigo, para edificación del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Mi servicio a la verdad del Evangelio es plenamente obra del Espíritu.
Todo esto lo ha hecho en mí, todo esto lo ha hecho a través de mí.
¡Qué maravilla que un pobre hombre como yo, sea instrumento de comunicación del Espíritu Santo!
Estamos en su ambiente: él es el aire que respiramos, él es la luz en la que vemos, él es el éter en el que oímos en la Iglesia y especialmente en la Misa y en el que se expande la oración y el canto. En él oramos, pedimos que él nos sea donado, y en él nos ofrecemos.
Con su inspiración quiero esta noche, volver a anunciar con la fuerza del Espíritu lo principal del sentido de la vida. Aunque el mundo sonría en su vanidad, es el anuncio de la verdad del Evangelio.
1) pido que el Espíritu Santo nos haga gustar el amor que Dios nos tiene, esa caridad de Dios que nos entrega su Hijo y su Espíritu es la fuente, es el hogar, de toda la existencia.
Dejémonos quemar por el amor de Dios, para que el Espíritu Santo nos enardezca en el amor a Dios. El amor a Dios es el sentido de la vida, nos purifica, salva a los hombres y a las sociedades.
El amor a Dios es lo que mueve al mundo. Lo testifican todos los santos. La Madre Teresa de Calcuta ardía en el amor a Jesús y de allí brotó su amor a los más pobres de los pobres.
El amor a Dios nos libera del pecado radical, del mal profundo: querer ser el centro, el egoísmo radical, la soberbia. Que el Espíritu – que es amor – nos lleve a entregarnos a Dios, con el amor a Dios, que trae la paz, la humildad, la fortaleza y la perseverancia, y la entrega en el verdadero amor al prójimo.
2) que el Espíritu Santo nos dé el deseo de la vida eterna, el deseo del encuentro con Dios. Sólo esta comunión cara a cara es el sentido de nuestra existencia. La vida eterna con la Trinidad es la esperanza total y verdadera, que pone cada cosa en su sitio, que libera de las justificaciones y violencias, que desanuda las ataduras de las ideologías.
La ideología puede servir como instrumento para una comprensión parcial de algunos aspectos de la sociedad, pero, si rechaza a Dios y la vida eterna, se vuelve totalizante y destructora. Miremos las grandes ideologías del siglo XX, que atacaban el amor a Dios y la esperanza de vida eterna como opio de los pueblos: quitaron la esperanza humilde y real y destruyeron pueblos enteros, masacraron millones en aras de un proyecto humano.
Que el Espíritu nos ayude a esperar con humildad y constancia, porque se requiere mucho amor y fortaleza, para mantenerse fiel en la esperanza de la verdad del amor de Dios.
3) que el Espíritu Santo nos ensanche en el amor a la Santa Iglesia. Donde está la Iglesia, está el Espíritu y toda gracia, decía S. Ireneo.
Esta Iglesia pobre y débil en sus miembros, porque sólo cuenta con la fuerza de la verdad y el amor de Dios. Esta Iglesia de la que se burlaba Stalin, cuando decía ese Papa cuántas divisiones de soldados tiene. O – según cuenta la anécdota, que no sé si es verdadera – cuando dicen que Napoleón les exigía el cumplimiento de una orden a los cardenales y los amenazaba diciéndoles: ‘No saben que podría destruir toda la Iglesia’. Y ellos contestaron: ‘si nosotros no hemos podido destruirla, nadie la destruirá’. Como dicen los italianos ‘se non è vero, è ben trovato’.
La fe y el amor a la Iglesia, la concreta y real, humana y divina, temporal y eterna, tomada de la humanidad débil y pecadora y santa y santificadora por la acción de su Espíritu.
Solamente se es dócil al Espíritu, somos humildes para dejarnos llevar por él, si nos dejamos conducir por el amor y la fidelidad a la Iglesia.
Amor y fidelidad a la Iglesia que incluye la obediencia a la Iglesia.
La obediencia a la Iglesia, con todo lo que nos cueste, es el camino de la verdadera libertad. No libera de las modas intelectuales. ¡Cuántas hemos visto en nuestra vida! La obediencia a la Iglesia, aunque nos pueda dar pena, nos libera de nuestros caprichos, de nuestros individualismos, nos une en el cuerpo de Cristo.
Y esta obediencia a la Iglesia, que es obediencia al Espíritu, incluye la obediencia concreta al Papa y a los Obispos. Por ella corre la libertad de los hijos de Dios.
Amemos a la Iglesia. A veces recordamos sólo defectos de los miembros de la Iglesia. Pero es la misma Iglesia de los santos.
Con frecuencia se condena a la Iglesia con un dejo de superioridad. Como, por ejemplo, cuando critican las riquezas de la Iglesia en el arte. No se dan cuenta que, en primer lugar, así sólo se manifiesta la barbarie de considerar de las obras de arte en primer lugar su valor económico. Y no todo es economía. El arte es un valor superior.
En cambio, nosotros mostramos con orgullo nuestras obras de arte. En primer lugar porque han sido hechas por nuestro amor a Dios. Y tenemos el derecho de amar y expresar nuestro amor, como todo enamorado, como todo esposo o esposa. Somos nosotros que hemos amado dando de lo nuestro para Dios y su Iglesia. El arte sacro nació no para los museos, sino para el culto y la gloria de Dios.
Nuestro arte cristiano, católico, es para la proclamación de la fe a todos, una irradiación de que el Verbo se hizo carne y hemos visto su gloria, gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Pero aún en lo humano. La Iglesia, el pueblo católico, con su arte ha contribuido al bien de la humanidad. Porque el arte es parte del alimento del alma, de la grandeza del hombre, lo eleva en todos los sentidos. Por eso, los mismos que nos acusan por el arte en las iglesias, corren y hacen excursiones para verlos. Y la UNESCO las declara patrimonio de la humanidad.
Por todo ello y mucho más, amemos a la Iglesia con sencillez de corazón, con limpiezas de niños, con sagacidad de seguidores de la verdad, como quienes saben ver con los ojos iluminados por el Espíritu.
Y, por cierto, el amor a la Iglesia incluye el amor al sacerdocio católico. Este instrumento tan débil, tan pobre, tan desproporcionado a la grandeza y santidad de Dios, pero que es instrumento de su humildad, de su bondad, de su amor sin límites, cuando Jesús habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Jesús sellando y enviando a los apóstoles les dio su Espíritu para que en ellos obrara.
Amemos, agradezcamos, el don del sacerdocio en la Iglesia y pidamos insistentemente al Señor que no desampare a su pueblo y le envíe muchos y santos sacerdotes.
4) en todo esto, entre mi acción de gracias y la de ustedes que me acompañan, junto con la de tantos que en la Santa Iglesia se regocijan con el don de Dios.
Que todo se vuelva participación del gozo que nos da el Espíritu, él que es el óleo de la alegría, el que nos da la alegría de Jesús, que nadie nos podrá quitar: la alegría que vence el pecado con el perdón, la muerte con la vida eterna.
Que esta alegría humilde y agradecida se vuelva Eucaristía: canto y ofrenda de acción de gracias al Padre por Cristo, en la unidad del Espíritu Santo, con María y los santos, con los ángeles y todos los coros bienaventurados, aquí, ahora y por los siglos de los siglos. Amén.
1-Sea alabado y bendito Jesucristo, el que hoy entró en Jerusalén para por la pasión ir a su gloria. Al que hemos aclamado como rey y salvador, al que le gritamos Hosanna al Hijo de David, es decir, al Mesías, que el Padre nos ha enviado en su Hijo hecho hombre.
2. Acabamos de escuchar sus padecimientos: son duros, son difíciles de comprender. Y, sin embargo, en la pasión y muerte de Jesús están todos los secretos de Dios, toda la sabiduría para nuestra vida, toda la gracia de la salvación. Por eso, que cada uno de nosotros guarde en su corazón aquello que el Espíritu Santo le ha como subrayado. Mira tú, hermano, el cuadro de la pasión que te ha golpeado tu corazón. Que cada uno deje iluminar su mente con aquel rayo de luz que ha brillado para él. Que cada uno cuide la gracia que le ha llegado.
3. La Palabra que se ha proclamado es el testimonio del Espíritu Santo, para que creamos, para que los contemplemos con los ojos de la fe. Por eso, en este año de la fe, toquemos la realidad en que creemos:
Jesús, ha padecido por nosotros, por nuestra causa fue crucificado, padeció y fue sepultado.
3.1. En primer lugar renovemos la fe en quién es él. El que murió ha resucitado y está vivo, a la derecha del Padre, vencedor del pecado y de la muerte. El padeció y murió porque se hizo hombre, porque tomó nuestra naturaleza mortal. El que se hizo hombre, es desde siempre el Hijo Eterno de Dios.
Nos lo proclamaba claramente el Apóstol en la carta a los Filipenses. Cristo Jesús, siendo de condición divina, es decir siendo Dios, y sin dejar de serlo, se vació, se anonadó, se rebajó, tomando la condición de siervo, de hombre esclavo, como uno de tantos. Y en esa carne se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz: humillante, vergonzosa y dolorosa.
Como lo afirmamos en el Credo, es el Hijo, nacido antes de todos los siglos, Dios verdadero engendrado por el Padre, que es Dios verdadero, el que padeció por nosotros. Porque fue él el que padeció y ofreció libremente su muerte es que esa muerte es la salvación de todos, y en su resurrección nos da el perdón de los pecados y la vida eterna.
3.2. En segundo lugar, reconozcamos en su obediencia, en sus padecimientos, en su muerte,nuestra liberación, nuestra victoria. Lo hizo por nosotros y nuestra salvación, por nuestra causa. Creámoslo que seamos agradecidos, para que reconociéndolo por la fe, nos dejemos transformar por él.
3.3. En tercer lugar, creamos que Él que murió, que ha resucitado, que está en los cielos intercediendo por nosotros, obra y actúa en la Iglesia, con la gracia del Espíritu Santo en la predicación y en los sacramentos. Somos bautizados para participar de su muerte y resurrección, recibimos por Él la unción del Espíritu en la Confirmación, anunciamos su muerte y proclamamos su resurrección en cada Misa, en cada Eucaristía.
4. 1. Yo este año, en mayo, voy a celebrar 40 años de sacerdocio. Por eso quisiera que miremos nosotros especialmente a Jesús como nuestro Sacerdote.
Sacerdote es el hombre que Dios consagra para que represente al pueblo ante él, para le ofrezca el sacrificio que une a los hombres con Dios y les da la bendición de lo alto, que enseñe al pueblo lo que Dios quiere decirle.
Dios Padre nos envió a su Hijo, hecho hombre, para que fuera nuestro sacerdote, ante él, un sacerdote santo, humilde, sin pecado, pero probado en todo, a fin de que pudiera compadecerse de nosotros.
Lo que une a Dios con los hombres es, por un lado, el don de Dios. Por el otro lado, que el hombre reciba en humildad y obediencia ese don y se entregue a Dios con amor total. La alianza es esa unidad.
La entrega a Dios es lo que llamamos ‘sacrificio’: la ofrenda a Dios para recibir su regalo, para dejarnos salvar por él, para amarlo y pertenecerle.
Con frecuencia decimos que Dios quiere nuestra felicidad. Y es verdad. Pero no se trata de cualquier felicidad: no tenemos que pensar la fe con criterios mundanos. La felicidad que Dios nos quiere dar no es sacarse la lotería o tener muchas cosas o muchos placeres. Él nos quiere dar su propia felicidad que existe en la entrega amorosa, en la donación total, en dejarse poseer por Dios y quererlo amarlo, servirlo y alabarlo.
Por eso, aunque a veces – porque somos mundanos – nos parece raro, la plenitud del hombre es que se deje querer por Dios, hasta que lo posea y que se entregue a él totalmente.
Ese es el sentido pleno del sacrificio de Jesús: no entrego algo, no un cordero, o unas monedas, se entregó totalmente al Padre, perteneciéndole totalmente por el amor y la obediencia. Y lo hizo llevando nuestros pecados, el dolor y arrepentimiento que nosotros pecadores deberíamos tenerlo, él lo asumió sobre sí.
En la pasión y en la cruz, Jesús, Sumo, Eterno y Perfecto Sacerdote, se ofreció a sí mismo al Padre. En él, en su cuerpo, nos ofreció a todos y cada uno de nosotros.
Resucitado sigue ofreciendo el sacrificio de sí mismo, lo que realizó en la cruz de una vez para siempre. Se presenta ante el Padre por todos nosotros y del Padre envía el Espíritu Santo que por la palabra y los sacramentos nos da vida.
4,2. Nosotros somos el fruto de su sacrificio, por la fe, por su gracia, por su palabra que transforma nuestras vidas.
Jesús es el único y eterno sacerdote, y el único y eterno sacrificio – por eso le decimos Cordero de Dios – por él recibimos el perdón, él nos salva de la muerte y de la muerte eterna,
Pero aún más. Él nos une a su sacerdocio y a su sacrificio. El sentido de nuestra vida de bautizados es que nos ofrezcamos con Cristo al Padre. Que por él y en él, por regalo suyo y unidos a él ofrezcamos no alguna cosa, sino a nosotros mismos. Que en Jesús seamos sacerdote y cordero.
4.3. En el ofrecimiento de nosotros mismos entra la renuncia a nuestra voluntad rebelde, por amor a Dios y al prójimo, buscando en todo de la voluntad del Padre.
4.4. Aquí en el altar Jesús que padeció y murió en la cruz, Jesús que en el cielo ofrece el sacrificio perpetuo de sí mismo, aquí en la Misa él une consigo a la Iglesia, a cada uno de nosotros, para que seamos un solo sacrificio con él.
Que él nos conceda de verdad celebrar la Misa: creyendo en Jesús, Hijo de Dios y Dios con el Padre y el Espíritu Santo. En Jesús, verdadero hombre, nuestro sacerdote y nuestro sacrificio perfecto. Por eso mismo, creyendo en el perdón que nos da y en que Él nos lleva hasta el Padre.
Y que el Espíritu Santo nos una con Jesús, para que por él, con él y en él, seamos sacerdotes que se ofrecen al Padre, dándole todo honor, toda gloria, toda acción de gracias.
Si recibimos el don de Dios y nos entregamos a Él aquí en el Sacrificio de la Misa y en nuestra vida, ésta tiene verdadero sentido, seremos felices, dichosos como lo enseñan las bienaventuranzas, pobres, pacíficos, mansos, buscando en todo el Reino de Dios y ser justos en su presencia, aun padeciendo con Cristo por seguir la voluntad del Padre. Así participamos del cielo y aguardamos llegar a la alabanza perfecta en la Jerusalén de arriba, donde Cristo es nuestro intercesor y nuestro sacerdote ante el Padre, él que padeció y resucitó y vive y reina por los siglos de los siglos amén.
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