Homilías 2016

Homilía Misa Crismal

HOMILÍA  DE LA Misa Crismal del Año de la Misericordia, 23 de marzo de  2016 Catedral Nuestra Señora de Guadalupe…

HOMILÍA  DE LA Misa Crismal del Año de la Misericordia,

23 de marzo de  2016

Catedral Nuestra Señora de Guadalupe de Canelones

Mons. Alberto Sanguinetti Montero

Sea alabado y bendito Jesucristo r./. sea por siempre bendito y alabado.

En Él y por Él el Padre derrama su misericordia, esa misericordia que recibimos de un modo especial en este año. Ante él meditemos la palabra de Dios, contemplemos su amor y recibamos la sobreabundancia de sus dones.

Él es el Ungido, el Mesías, el Cristo.

Lo anunció el Espíritu Santo por el profeta al pueblo que esperaba el Redentor.

El mismo Jesús de Nazareth, Hijo de Dios, lo proclamó en la sinagoga de Nazareth. Y nos lo proclama en aquí en medio de su Iglesia reunida. Esta escritura se ha cumplido hoy.

ÉL no recibió una unción exterior, sino la del mismo Espíritu Santo, para que con voz profética anunciara el Evangelio del Reino de Dios. Dios Rey ha llegado y ejerce su realeza por su Elegido, el Siervo de Dios, ungido por el Espíritu Santo, para sanar todas las heridas, perdonar todos los pecados, restablecer la creación entera, proclamando y realizando un año de gracia y misericordia, de perdón y de paz.

 Jesús realiza su misión de Ungido del Señor con su presencia y acción, con sus palabras y obras. Ungido por el Espíritu como sumo sacerdote para siempre, él se ofrece a sí mismo con su preciosa sangre, cual cordero sin tacha y sin mancilla, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de nosotros (cfr. 1 Pe.19-20).

Jesús, Rey Mesías, levantado en lo alto de la cruz atrae a todos hacia sí. Nosotros miramos al que atravesamos. Él es rey no con las engañosas apariencias del poder, sino con la humildad y la obediencia, dando testimonio de la verdad, revelando la caridad misericordiosa del Padre, cuya máxima verdad es la cruz. Por eso, la Iglesia comienza el Triduo Pascual cantando: nosotros debemos gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en quien está nuestra salvación, la vida y resurrección, quien nos salvó y  liberó (Introito de la Misa in coena Domini).

Nuestro Cristo, Mesías y Ungido, Maestro, Sacerdote y Rey, se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos,  al servicio del santuario y de la Tienda verdadera, erigida por el Señor, no por un hombre (Hebr. 8,1). Mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados (cf. Hebr. 10,14). Mirémoslo glorificado, con sus llagas abiertas, ofreciéndose a sí mismo al Padre, santificándonos con su sangre y recibiéndonos en su corazón.

Él continúa derramando la misericordia con la palabra del Evangelio, que es consuelo y perdón, luz y verdad que transforma la vida, fortaleza para el combate y la perseverancia, sabiduría de Dios que nos lleva a la vida, gracia de la conversión y obediencia al Padre.

Los óleos que serán bendecidos para los sacramentos, con los que son ungidos los miembros de Cristo, son todos óleos de la misericordia, para derramar la unción del Espíritu Paráclito.

Con el óleo de los catecúmenos recibimos la unción de la misericordia divina para nuestra humanidad débil y pecadora. Es muy importante esta unción prebautismal y no debe ser omitida. Nos conforta con la gracia del Espíritu Santo, como lo pide la Santa Iglesia: “por la unción de este óleo, signo de salvación, te proteja con su fuerza Cristo Salvador, que vive y reina por los siglos”.

El Año de la Misericordia a nosotros hombres débiles, carnales, asechados por el maligno, nos anuncia la de esperanza del auxilio divino, y, a su vez, es un llamado a la oración perseverante para que el Señor nos dé parte en su victoria. “Velad y orad para no caer en la tentación”, nos dijo el Maestro.

El Santo Crisma con que somos ungidos en la Confirmación nos da la plenitud de la participación en la gracia misericordiosa del Padre que se ha derramado en Jesús, de forma que en él seamos por participación cristos, ungidos. Cristo “nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados  y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre”.

 En la Confirmación los bautizados tenemos la plena consagración como reyes, sacerdotes, profetas y mártires. La misericordia del Padre nos penetra para desarrollar todos los dones, carismas, servicios, que contribuyen al crecimiento del Cuerpo de Cristo, a fin de que la caridad se vuelva operante en multitud de maneras desarrollando las obras de misericordia. De esta unción del Espíritu brota la vida religiosa como fruto precioso. Un lugar especial tiene la virginidad femenina que personifica el misterio de la Iglesia Virgen y Madre, fecunda en gracias y dones.

La unción con el Espíritu que derrama la caridad de Dios en nuestros corazones se vuelve el principio de la vida de cada  cristiano y de toda la Iglesia, pueblo consagrado. Lo vemos maravillosamente en los santos, que a su vez nos recuerdan nuestra vocación a la santidad. Podemos alegrarnos en este año con la canonización de la Madre Teresa de Calcuta y de José del Rosario Brochero – el cura Brochero – espléndidas flores de santidad en el jardín de la Iglesia.

Esta unción del Espíritu está ligada a la confesión de la fe verdadera y a la fidelidad al testimonio de Cristo, el testigo fiel. Como enseña el apóstol, “la unción que de Él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas - y es verdadera y no mentirosa - según os enseñó, permaneced el él” (1 Jn.2, 27). Misericordia de Dios es  que hayamos sido instruidos en la fe verdadera, que seamos mantenidos en ella, que según ella vivamos y que la anunciemos y testifiquemos con firmeza y libertad, para el bien de todos los hombres.

Expresión del misterio de la Iglesia consagrada es la dedicación del edificio o casa de la iglesia, el lugar de celebración de los santos misterios (el cual normalmente debe ser llamado iglesia y no templo). Vivámoslo de un modo especial en este año de celebración de los 200 años del comienzo de esta iglesia, que el Señor quería destinar a Santa Iglesia Catedral.

Es bueno recordar también la voluntad expresa de la Iglesia de que las iglesias parroquiales sean dedicadas con rito solemne, porque en ellas se participa del misterio de la Iglesia (cfr. CIC 1217  § 2). Es una gran gracia para la comunidad parroquial que su iglesia esté dedicada y poder celebrar cada año el aniversario de la dedicación de la iglesia, como solemnidad propia.

Nosotros los sacerdotes hemos recibido una particular unción del Santo Crisma, el obispo en la cabeza, como quien tiene la plenitud del sacerdocio y de la dispensación de la gracia. En la ordenación presbiteral somos ungidos en las manos, para consagrar el cuerpo a pertenecer a Cristo sacerdote y cordero. Es don de la misericordia divina, que recibimos para ser instrumentos de la misericordia. Se nos encomienda la enseñanza de la fe y su cuidado, la oración de la Iglesia y sus sacramentos, la conducción del rebaño en la comunión y obediencia a Cristo Pastor y a su Iglesia.

La misión diaconal no está acompañada de la unción del crisma. Al diácono lo separa el Espíritu por la imposición de manos para el servicio del altar y la proclamación del Evangelio, pero de un modo especial para de alguna forma personificar el servicio a la caridad propio de la unción de todo el pueblo de Dios.

La efusión del Espíritu por la unción del santo crisma es el fundamento vital de la unidad de la Iglesia, que a su vez se realiza en la comunión de fe y de caridad. Esta comunión en la conducción del Espíritu está ligada a la comunión jerárquica y a la obediencia franca y generosa a los pastores de la Iglesia, tanto por parte de los fieles, como de los sacerdotes y diáconos, como lo prometemos en la ordenación y lo reiteramos cuando asumimos un oficio en la Iglesia.

Los fieles tienen el derecho a ser guiados de acuerdo con esa comunión y obediencia, sin las cuales nos convertimos en dominadores de los que nos toca cuidar, cuando en cambio hemos de ser modelos de la grey, según el corazón del Buen Pastor, para recibir de él la corona que no se marchita (cfr. 1 Pe. 5,3-4).

La unción con el óleo de los enfermos concreta la particular misericordia de Cristo para el ser humano en la debilidad del cuerpo, que es una vivencia central en la existencia humana. Recordemos a propósito que si bien la palabra y gesto sacramental lo realiza el sacerdote, siempre en todos los sacramentos es  toda la Iglesia la que ora y actúa. Por eso el óleo de los enfermos y la santa unción de los enfermos, que es la unción del Espíritu para sostener la debilidad y en ella participar del triunfo de Cristo, ha de  estar acompañada por la oración, la caridad, el cuidado y la atención de todos los miembros de la comunidad.

En esta celebración vivimos la misericordia de Dios por Cristo en la múltiple unción del Espíritu. Cuando acompañemos la oración del obispo y la respuesta del amén es expresión de que todos somos uno en el ministerio de la misericordia.

Esta unidad se expresa vivamente en esta celebración. Con la unción del Espíritu, juntos, obispo, presbíteros y diáconos, religiosos y fieles, asumamos la confesión del Concilio. Con él reconocemos que estamos “persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros” (SC 41), en especial los diáconos.

Mis hermanos, ¡qué grande es la misericordia del Señor con nosotros! ¡Qué maravilloso ser fruto de su gracia! ¡Qué vocación más admirable tenemos: la de ser instrumentos de la misericordia del Padre!

Que María, Madre de Misericordia, con sus ojos misericordiosos, nos acompañe para que el misterio de la Santa Iglesia consagrada por el Espíritu se realice siempre mejor en esta Iglesia canaria, para la salvación de los hombres y para alabanza del Padre de las misericordias, por Cristo a quien sea la gloria y el poder en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

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