Homilías 2021

HOMILÍA DE LA MISA CRISMAL DE LA SEMANA SANTA DE 2021

  Alabado sea Jesucristo r/. sea por siempre bendito y alabado. Él nuestro redentor, el enviado del Padre, el Cordero…

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Alabado sea Jesucristo r/. sea por siempre bendito y alabado.

Él nuestro redentor, el enviado del Padre, el Cordero preparado antes de la creación del mundo, a precio de cuya sangre somos redimidos, el dador del Espíritu Santo, el que nos introduce en el santuario celestial.

La celebración de la Misa es Crismal es extraña en la secuencia del año litúrgico, de la Semana Santa y, por ello mismo, muy significativa.

¿Por qué digo extraña? Porque si la Liturgia fuera meramente una recreación histórica, la Misa Crismal, con los frutos de la muerte y resurrección de Jesucristo y la efusión del Espíritu Santo, tendría que estar pospuesta a la memoria anual de estos acontecimientos.

Al celebrar hoy el fruto de la Pascua, en  la Liturgia, vivimos que ésta es ejercicio del sacerdocio eterno, es decir, siempre actual, de Jesucristo, en el Espíritu. No es una rememoración al modo de las efemérides patrias o de las instituciones. La pasión de Cristo, su resurrección y glorificación junto al Padre, el Espíritu Santo enviado, son siempre presentes, se actúan en su totalidad en la Iglesia.

Por ello estamos reunidos por Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, para pedir el don del Espíritu multiforme, por mediación del Sumo Sacerdote, Jesús, que intercede por nosotros ante el trono de la Majestad en los cielos y derrama la misericordia desde el seno del Padre.

En esa interacción, circulación entre las Personas Divinas, por la mediación de la humanidad crucificada y glorificada del Verbo, participamos de la misma vida de la Trinidad.

Quiero con ustedes recordar el centro de esta acción divina: el amor, la caridad de Dios, proclamada y actuada en la pasión de Cristo y eternizada viva en su glorificación.

De múltiples maneras las Sagradas Escrituras nos anuncian el amor de Dios: es el gozne de toda la revelación. La naturaleza es vista por Dios como buena – sin ningún principio del mal –. Apreciemos la creación, cada creatura.

Pero, a su vez, no divinizamos la creación, a la que adoraban todos los pueblos, excepto Israel, y a la que hoy se le da culto y reverencia, como si fuera un ser consciente y espiritual: se agradece a la Naturaleza, se enoja la Naturaleza, se agradece a la Vida. Todo con mayúscula como si fueran alguien. Reaparece el politeísmo, el panteísmo, en el que el hombre quiere perderse en las energías de lo creado.

O, por otro lado, un humanismo ateo, niega el fundamento del Creador, y termina fundando todo en la mera libertad individual que afirma todo lo que quiere como un derecho.

La verdad es que todo fue y es creado libremente por Dios, que da el ser y el existir. Precisamente el credo lo proclama: Creo en un solo Dios, Padre  todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. Del Hijo decimos: por quien todo fue hecho. Y del Espíritu Santo: Señor y dador de vida.

La bondad de Dios se desparrama en toda la creación y por ello cielo y tierra proclaman la gloria de Dios. Así también la ley eterna fundamenta la ley natural.

En la creación del hombre, sucede un cambio radical. Todos los demás seres de la creación son queridos en vistas al conjunto. En  cambio “El hombre ocupa un lugar único en la creación: ‘está hecho a imagen de Dios’; en su propia naturaleza une el mundo espiritual y el mundo material; es creado ‘hombre y mujer’. Dios lo estableció en la amistad con él” (Cat. Ig Cath. 355). Sólo al concluir su obra con el hombre, vio Dios que era muy bueno, que estaba muy bien.

Junto con los ángeles, el hombre “es la única creatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma" (GS 24,3).

Maravilloso es el amor de Dios al crearnos en nuestra pequeñez, a su imagen, capaces de conocerlo y amarlo, llamados a la comunión plena y total con la Trinidad.

Sin embargo, ora la Santa Liturgia: Oh Dios que creaste maravillosamente a la humana naturaleza y más maravillosamente la redimiste. 

Impensable aparece la caridad divina en la redención. En primer lugar por lo que comporta  de parte de Dios. Lo canta la Iglesia en la noche de  Pascua: O mira circa nos tuae pietatis dignatio!  O inaestimabilis dilectio caritatis: ut servum redimeres, Filium tradidisti!  ¡qué admirable es para con nosotros la condescendencia de tu piedad! ¡que inestimable la ternura de tu caridad: para rescatar al esclavo entregaste al Hijo!

Tal el amor del Padre – sin antecedente de parte nuestra, sino la ofensa y el pecado – tal el amor del Hijo que obra lo que ve hacer al Padre, tal la unción de la caridad del Santo Espíritu.

Por el otro extremo, es inconmensurable la caridad divina: por lo que hace en nosotros. Dicho brevemente perdona nuestro pecado, recibiendo las ofensas en la humanidad de Jesucristo, el Hijo, borra nuestra condenación en la condenación de Cristo hecho sacrificio por nuestros pecados, libera de nuestra esclavitud por las llagas de Cristo.

Por la efusión del Espíritu Santo derramado, pasamos de enemigos a amigos, es esclavos a libres, de condenados a hijos de Dios en Cristo, y si hijos coherederos de la vida eterna, de la vida filial acabada con Jesús en el seno del Padre.

Somos hechos capaces de creer en la caridad del Padre y dejarnos perdonar, adoptar, elevar con Cristo en el Espíritu. ¡Dejémonos reconciliar con Dios! Dejémonos amar por la caridad de Dios. Con San Pablo, dejémonos alcanzar por Cristo.

A su vez, es tan grande el misterio de la piedad, que nos ha restaurado, recreado, que ha derramado Dios ha derramado su caridad en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom 5,5). ¡Podemos amar a Dios con su dilección, con su amor! ¡Amemos al Padre en el Corazón de su Hijo unigénito, para que lleguemos a ser plenamente hijos en el Hijo!

En la redención y divinización del hombre, en la gloria de la filiación adoptiva, participa toda la creación. En primer lugar por el cuerpo bendito del Verbo encarnado, en segundo término por todos los miembros de su cuerpo, que es la Iglesia. De un modo singular la creación llega a una plenitud de significado, de santidad, en los sacramentos.

Es lo que celebramos en la bendición de los óleos y la consagración del Crisma: la creatura elevada por el Verbo crucificado y glorificado y por la efusión del Santo Espíritu. Ungidos por esta creatura, el óleo, somos liberados del demonio y el pecado, vencemos en la enfermedad, somos consagrados como pueblo profético, sacerdotal y real, ungidos partícipes de Jesús, el Cristo, el ungido.

Hermanos., vamos a orar pidiendo la gracia del Espíritu, unción celestial, para hacer de nuestros cuerpos una ofrenda pura, santa, agradable a Dios.

Fuimos  rescatados por la ofrenda del Sumo Sacerdote Jesús, Hijo de Dios, por la entrega del Cordero que quita los pecados del mundo, por la ofrenda que hizo de sí mismo. Él nos ha consagrado como pueblo de reyes y sacerdotes, para que nuestra persona en Él y por Él se vuelva cordero, ofrenda agradable al Padre.

Pidámosle que nos conceda tener sus mismos sentimientos de humildad y de obediencia. Que como Él hagamos cuanto quiere el Padre. Porque como nos enseñó Jesús: el que me ama, guardará mi palabra (Jn 14,23). Amemos a Dios con todo el ser, porque Él nos amó primero (1 Jn 4,19).

Nuestro amor a Dios no es un sentimiento vano, sino verdadero, verificado, en la obediencia a su voluntad, en el cumplimiento de sus mandamientos.

Y, no olvidemos, la apretada síntesis de Jesús: “este es mi mandamiento, que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,12). La verificación real de nuestra vida nueva, de nuestro amor a Dios, pasa por el amor al prójimo en todo y, especialmente, por el amor mutuo en la Iglesia.

Mis queridos hijos y hermanos, fieles todos de Canelones, presbíteros y diáconos. En esta Misa Crismal he querido que recordemos la novedad del Evangelio, que es lo que creemos desde el principio y, en ello, el mandamiento nuevo de Jesús, por el que conocerán que somos sus discípulos. Es al mismo tiempo el que recibimos desde antiguo.

Lo celebraremos de un modo particular en la Misa de la cena del Señor, en el memorial de su amor, de su entrega, en el que la Iglesia canta: ubi caritas et amor, Deus ibi est. Donde hay caridad y amor, allí está el Señor.

Mis queridos sacerdotes. Nosotros fuimos consagrados para testificar la caridad de Dios, para ser instrumentos personales de esa caridad por la palabra y los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, sacramentum caritatis. También hemos de apoyar y guiar a los fieles para que ardan en el amor a Dios con todo su ser y participen del sacrificio eucarístico, ofreciéndose a sí mismos con Cristo al Padre.

Esto ha de hacerse verdad en nuestras vidas.

La verdad y la fecundidad del sacerdocio católico no provienen del éxito pastoral, ni de la ejecución de nuestras ideas y organizaciones – si bien necesarias –, sino de la configuración con el sacerdocio de Jesucristo. Recordemos lo que se nos dijo en la ordenación: considera lo que realizas (en el Sacrificio Eucarístico), imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor.

Quiera Dios que nosotros mismos lleguemos a la perfección del sacerdocio con Cristo, aprendiendo sufriendo a obedecer (He 5,8) y  en el amor al prójimo hasta el  fin (Jn 13,1), de un modo particular con el verdadero amor de los unos a los otros.

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HOMILÍA DEL II DOMINGO DE PASCUA – 2021 Domingo de la misericordia – in albis – octava de Pascua – Quasimodo

HOMILÍA DEL II DOMINGO DE PASCUA – 2021 Domingo de la misericordia – in albis – octava de Pascua –…

HOMILÍA DEL II DOMINGO DE PASCUA – 2021

Domingo de la misericordia – in albis – octava de Pascua – Quasimodo

Alabado sea Jesucristo.

            Han sido proclamados en el Evangelio según San Juan los hechos para que creamos que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios y tengamos vida en su nombre.

            Y esa fe, nos dice San Juan en su carta, es nuestra victoria.

            Vivimos, pensamos, no desde nosotros mismos, sino desde la fe que nos proclama el Evangelio. Por eso proclamamos con el saludo pascual:

  • ¡Cristo resucitó! - ¡En verdad resucitó!

            La realidad de Cristo resucitado, que vive, reina y actúa, es el centro de toda la realidad, es la verdad de todas las cosas, del tiempo, la historia y la eternidad.

            En esta recordación de despedida, permítanme que señale su imagen aquí en el ábside de nuestra Catedral. De algún modo es la proclamación del Evangelio y también hoy una imagen de este mi ministerio episcopal en esta Iglesia Canaria, de Canelones.

Este Cristo, no es un adorno bonito, si bien es maravilloso. Es la proclamación de la fe en lo que acabo de decir. En el centro la cruz, síntesis de toda la realidad, que está firme de pie, mientras el orbe gira y gira – como que se centra en sí mismo -. Arriba Cristo en majestad, ofreciéndose en el santuario celestial, santificado por el Espíritu, en quien el Padre se revela y encuentra su complacencia.

            Más arriba el trono preparado para la venida de Cristo en gloria y majestad, juez de vivos y muertos y su reino sin fin. Nuestra esperanza, nuestra luz, que juzga y orienta toda la existencia nuestra.

            Aquí en el centro el altar, donde se actualiza la ofrenda de la pasión del Señor, su gloria y la efusión del Espíritu. Por Cristo en el Espíritu tenemos juntos acceso al Padre (Ef. 2,18). El altar sellado  con el Cordero degollado que está vivo.

            Esto es lo que celebramos cada Domingo. El evangelio que acaba de ser proclamado esn digámoslo así, una catequesis sobren el Domingo.  Empieza señalando que fue el primer día de la semana, el siguiente al sábado. Cristo resucitado se aparece a sus discípulos. Ocho días después, hoy , el II Domingo de Pascua, se vuelve a aparecer.

La Iglesia es la reunión, la asamblea, que hace Cristo resucitado, y la efusión del Espíritu que Él da.. Es la Iglesia enviada por Cristo y a su vez presente. Por eso es que el Domingo es la máxima realidad, la fiesta superior de todo el año cristiano.

            En esta octava de la Pascua, se juntan varias participaciones de la gloria del resucitado. Antes que nada vemos una neófita, con el vestido de la blancura bautismal. Son muchos más los que neófitos de esta Pascua en diversas parroquias de la Diócesis. Las dificultades de la pandemia han impedido la presencia de todos.

Los néofitos son nuevas plantitas en el jardín  de la Iglesia, los nuevos brotes de la viña, los recién nacidos.

            Los neófitos nos recuerdan a todos la gloria de Cristo muerto y resucitado: que en la Santa Iglesia, participamos de su victoria por el nuevo nacimiento del agua y del Espíritu Santo, somos ungidos por la unción crismal del Espíritu, consagrados como pueblo de reyes, sacerdotes y profetas.

            Bienvenidos, alegría de la Santa Madre Iglesia, gloria del Señor. Alegrándonos con ustedes, todos revivimos la gracia que recibimos y pedimos que se realice en nosotros lo que pedimos en la oración al comienzo de esta misa: Dios de misericordia infinita, que reanimas la fe de tu pueblo con el retorno anual de las fiestas pascuales, acrecienta en nosotros los dones de tu gracia, para que comprendamos mejor la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido.

            Con ustedes medito un momento las palabras de San Pedro con que nos  fuimos introduciendo hoy en los santos misterios. Nos exhorta el apóstol a que “como niños recién nacidos, razonables, sin engaño”. Los cristianos de algún modo debemos ser siempre niños en la confianza en Dios nuestro Padre y el nacimiento bautismal, se renueva de día en día, por la gracia del Verbo y del Espíritu. Pero, a su vez, precisa el apóstol: razonables. Es una palabra difícil de traducir literalmente es  según el Logos, es decir, según la verdad, es decir, según Cristo Logos y Verbo de Dios. Entonces niños, sin engaño, sin malicia, transparentes, y, al mismo tiempo, dejándose enseñar y guiar por Cristo, camino, verdad y vida. Esto es el alimento, la leche espiritual que nos alimenta en la oración, la palabra, el sacramento del altar. “Seamos niños, porque de ellos es el Reino de los cielos”

            En esta celebración el Seminarista lector Néstor Rosano recibirá el acolitado. Lo acompañamos en este mayor acercamiento al servicio del altar.

Celebramos la multitud de ministerios en la Santa Iglesia, que forman parte de la misión que Cristo le ha encomendado. Pero de un modo particular atendemos en la fe y la oración al sacerdocio católico, a las vocaciones sacerdotales. Nuestra Iglesia las necesita imperiosamente y de un modo particular como sacerdotes diocesanos incardinados en esta Iglesia local.

            También sin duda hoy damos gracias por el don del episcopado en la Santa Iglesia Católica. Se ha encarnado, pobremente en mi ministerio de once años en esta Iglesia de Canelones, pero sobre todo en ello renovamos la fe y la gratitud por el don de Cristo Resucitado por el obispo.

Cristo nos da la paz. Él es nuestra paz.  

La liturgia  de la Santa Iglesia, que expresa la realidad profunda del misterio, pone en boca del Obispo, el saludo del Señor resucitado, que hoy hemos escuchado tres veces de su boca: paz para ustedes, paz a ustedes.

Porque el obispo es sacramento de Cristo glorioso, resucitado, que obra con el poder de su bienaventurada pasión y que da la paz. La paz es el don del Espíritu Santo. La paz es el perdón de los pecados, la paz es la filiación divina regalada en el bautismo, en el baño del agua y del Espíritu Santo, junto con la fraternidad de la caridad, la paz es la unción con el santo crisma, el óleo de la alegría, la herencia de la vida eterna. La paz es la unión con la obediencia y entrega de Jesús. La paz es la paciencia y la  fidelidad hasta el fin.

Por ello, Jesucristo comunica el Espíritu Santo a los apóstoles, para que ellos y sus sucesores los obispos lo pidan y entreguen en su misión de pontífices, por la palabra, los sacramentos y principalmente en el Santo Sacrificio de la Misa. Acabamos de escuchar: “como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes”, les dijo Jesús a los doce.

Por cierto este don del obispo es para la santificación de todo el pueblo de los que nacidos del agua y del Espíritu Santo y que son sellados, consagrados, ungidos, hechos cristos por el Crisma del Espíritu.

Según el ejemplo de la Iglesia de Jerusalén, que escuchamos en la primera lectura,  superemos todas las diferencias y divisiones, y vivamos en la unidad de la fe y de la caridad. Sigamos la exhortación de San Juan: En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos

Por mi parte,  yo, cumpliendo el mandato del Señor y queriendo con mis fuerzas seguir el ejemplo de los apóstoles, me he entregado a tiempo y a destiempo a dar testimonio de la resurrección del Señor con el valor que Él mismo nos ha dado.

Demos junto gracias a Dios y pidámosle que también a nosotros, la Iglesia de Canelones, Dios mire a todos con mucho agrado.

Cristo gloriosamente resucitado sentado a la derecha del Padre, que ofrece su sacrificio perpetuo en  los cielos, la efusión del Santo Espíritu, el acceso al Padre que nos ha llamado es la plenitud de vida a la que estamos llamados en la fe, la esperanza y la caridad.

            Hemos cantado, y ya varias veces en el tiempo pascual, el salmo pascual por excelencia, el 117, junto con otros más repite: “Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.      

            Vivamos hoy la acción de gracias por la pasión de Cristo, su resurrección gloriosa, su reinado siempre presente, la efusión del Espíritu, la misericordia del Padre. Tengamos un corazón inmensamente agradecido por la Iglesia, una, santa, católica, apostólica.

            Cristo desde el comienzo de su vida pública está creando su Iglesia. Llamó a los que quiso para que estuvieran con él y mandarlos a predicar, a los apóstoles, los doce. Él fue enseñándoles y corrigiéndolos. Los fue introduciendo en su pasión, aun cuando no entendieran. Les fue entregando los misterios de su cuerpo y sangre. Les dio el Espíritu Santo y los envió. Esta Iglesia es el don de Cristo en el espacio y en el tiempo. Es su Esposa y nuestra Madre. Es el Cuerpo de Cristo y el templo del Espíritu. La multitud congregada por la Santísima Trinidad.

            Reavivemos nuestra fe. Demos gracias al Señor porque es bueno y es bueno en todo momento. Dios es bueno, en Cristo todo lo ha hecho bien. Aún en la paciencia con que soporta nuestros pecados. Incluso en las ofensas de los hombres, es paciente y padece en Jesucristo.

             Es bueno en toda la creación, aun cuando sea limitada, como debe ser. Dios es bueno y misericordioso y va llevando con su infinita paciencia el plan de salvación.

            Es bueno en su misericordia, que es el amor de benevolencia, con que se inclina ante el débil, ante el pobre que sufre, es inclina ante el pecador, padece las ingratitudes de los hombres. El amor con que hace alianza, enganchándose Él en su promesa y su juramento y en la alianza definitiva de Cristo en la cruz.

            Demos gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

            Hoy pongo con ustedes en el altar estos once años de caminar juntos, con distintas misiones, tareas, combinándose –digamos así – en la unidad. Demos gracias por lo que el Señor hace mucho más allá de nosotros mismos. Nosotros somos instrumentos. Tenemos que trabajar, orar, buscar, equivocarnos. El Señor lo quiere así en su benevolencia y por el cuerpo de su Iglesia va realizando su gran obra.

            Pero los obispos, como todos, pasamos. Queda el misterio de la fe. Recibamos al nuevo obispo Mons. Heriberto, con la misma fe, con la misma docilidad de espíritu, con la misma buena disposición con que ha de recibirse a Cristo el Señor.

            Hemos caminado juntos en humildad y obediencia. En esto también seamos buenos niños, porque de tales es el Reino de los cielos. De algún modo siempre somos como niños recién nacidos.

            Es muchísima, por decirlo así, la lista de agradecimientos, que queremos poner sobre el altar para que suba la acción de gracias. Pongamos todos juntos, pongamos cada uno en comunión, reconociendo las maravillas de Dios, renovándonos en la fe, la esperanza y la caridad.

            Que por Cristo el Señor suba la acción de gracias. Pongámonos bajo la protección de María Santísima, la Virgen de Guadalupe. Ella nos ha reunido en esta tierra antes de existir. Ella ha congregado a la sociedad civil y religiosa y eclesial del pueblo que camina en Canelones. Ella nos muestra toda la fidelidad de Dios. Nos mueve a toda la confianza, porque es nuestra Madre, y porque manifiesta la misericordia del Padre.

 Que Ella también nos ayude en esta acción de gracias. Con Ella, juntos en un solo corazón y una sola alma proclamemos, como Ella: proclama nuestra alma la grandeza del Señor, se alegra nuestro espíritu en Dios nuestro Salvador.

A quien sea el honor, la gloria, la alabanza y la acción de gracias, por los siglos de los siglos. Amén.

             

[siguió la las palabras del ritual dirigidas al Lector Néstor Rosano, que recibía el acolitado]

Homilía de Mons. Heriberto Bodeant, Obispo de Canelones.

Cristo Obrero…Cristo Jesús: el Hijo de Dios hecho hombre, el carpintero de Nazaret.El Maestro. El crucificado. El resucitado. Él nos…

Cristo Obrero…
Cristo Jesús: el Hijo de Dios hecho hombre, el carpintero de Nazaret.
El Maestro. El crucificado. El resucitado. Él nos convoca hoy, en este templo, para unirnos a su acción de gracias al Padre, recordando las palabras y los gestos con los que Él nos dejó el signo de su presencia: la Eucaristía, la Santa Misa, que nos reúne en torno al altar.

Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza. La creación fue un acto de amor, una invitación al encuentro, a la armonía entre creador y creatura.
Esa imagen, esa semejanza, son constitutivas de nuestro ser. Esa imagen puede aparecer desfigurada, desdibujada, cuando rechazamos el amor de Dios y rompemos las relaciones que nos constituyen: la relación con el Creador, la relación con los demás, la relación con nuestra casa común y hasta la relación de cada uno consigo mismo.
Sin embargo, por más que esa ruptura, el pecado, deforme la imagen de Dios en el ser humano, esa impronta dejada por el Creador sigue estando allí, latente, esperando su redención, tal vez como un secreto anhelo de volver a la casa del Padre.

Es el Hijo de Dios quien vino a realizar esa obra liberadora, redentora. No lo hizo desde lo alto, descendiendo al mando de ejércitos celestiales y al son de trompetas, sino naciendo en un pesebre oscuro, desde donde su presencia comenzó a iluminar el mundo.

La mayor parte de la vida de Jesús estuvo inmersa en el mundo del trabajo.
“¿No es éste el carpintero?” dijo la gente de Nazaret, cuando llegó allí como maestro, acompañado de sus discípulos y precedido por su fama.
“La elocuencia de la vida de Cristo es inequívoca: -decía san Juan Pablo II- [él] pertenece al «mundo del trabajo», tiene reconocimiento y respeto por el trabajo humano; se puede decir incluso más: él mira con amor el trabajo, sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre” (Laborem Excercens, 26).

La primera capilla de Estación Atlántida ya tenía el título de Cristo Obrero. El entorno de la Estación fue, desde los comienzos, el espacio de los obreros que trabajaban en las construcciones del balneario, de los pequeños agricultores que proveían de frutas y verduras a residentes y veraneantes y de las trabajadoras domésticas.
Cristo Obrero, en medio de los obreros y obreras.
Buscando acercar ese mundo a Cristo y acercar a Cristo a ese mundo, los esposos Giúdice-Urioste recurrieron al ingeniero Eladio Dieste y así nació el proyecto de esta iglesia. Paradójicamente, pensando en el significativo reconocimiento que esta obra acaba de recibir, se trataba de un proyecto económico, basado en la experiencia de la empresa Dieste-Montañez en realizar estructuras de carácter más bien utilitario: galpones, torres de agua…

Crear una estructura… Las estructuras hay que entenderlas con el lenguaje de los ingenieros, que desconozco, pero que interpreto, así, muy llanamente, como crear algo que se sostenga por sí mismo, que no se caiga, que pueda además sostener otras cosas, poniendo en armonía un conjunto de fuerzas y la colaboración de cada ladrillo con los que lo rodean, para soportar entre todos el peso de toneladas. Donde mis ojos inexpertos ven apenas materia inerte, mi amigo ingeniero* ve una estructura viva, y me habla de líneas de fuerza que, en lugar de viajar hacia pilares que no existen, bajan hacia la tierra por muros curvos, que resisten por sus formas vivas, como en la naturaleza la superficie curva de las ostras gigantes. Nada se mueve, pero las fuerzas actúan y todo se sostiene, creando un sistema, un pequeño universo, como el que aquí nos envuelve y nos eleva. Una estructura que se expresa, que en su armonía nos habla -sin palabras- de trascendencia, de vida espiritual, de Dios Creador.

Vuelvo a san Juan Pablo II: “Mediante su trabajo [el ser humano] participa en la obra del Creador, y según la medida de sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado” (Íbid., 25).

Eladio Dieste, hombre creyente, lector de los grandes místicos, que -en sus propias palabras- construyó esta iglesia para otros fieles como él, vivió esa dimensión espiritual del trabajo, como participación en la obra de Dios; pero buscó también que cada uno de sus obreros, de acuerdo con su capacidad, participara en ella. Y no dudo que él tenía presente que “el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona” (Íbid, 6) que, por eso mismo, deja impresa en su obra “una especie de huella” (Cf. León XIII, Rerum Novarum, 7).

Pero el trabajo humano, tanto manual como intelectual, tiene otro aspecto: está unido inevitablemente a la fatiga. No se trata sólo del natural cansancio luego del esfuerzo. Hay también una fatiga que podríamos llamar espiritual, compuesta de insatisfacción, desencanto o aún de sentimientos de frustración y de fracaso.
Leemos en el libro del Eclesiástico: “consideré entonces todas las obras de mis manos y el fatigoso afán de mi hacer y vi que todo es vanidad y atrapar vientos, y que ningún provecho se saca bajo el sol.” (Eclesiástico 2,11).
Y comenta san Juan Pablo II: “No existe un hombre en la tierra que no pueda hacer suyas estas palabras.” (Laborem Excercens, 27).

“¿Tiene sentido el enorme esfuerzo realizado?”. Esa pregunta se llegó a hacer Eladio Dieste, tal como lo relata el mismo, recordando una visita a la Iglesia, a solo cinco años de la inauguración y en la que encontró una vaca paseando tranquilamente por la nave principal y dejando señales de su paso. “Pero”, cuenta Dieste, “de pronto el atrio se llenó de voces frescas de niños que espantaron la vaca y corrieron a esperar al sacerdote que iba a enseñarles catecismo: allí estaba la iglesia, "una, santa, católica y apostólica", allí estaba el pueblo. La tristeza dejó paso a una serena confortación: sí; tuvo sentido aquel esfuerzo. No hay esfuerzo humano que se pierda. Por pequeña que sea la piedra contribuye a edificar el Reino" (Esteban Dieste, 44)**.

La figura de Cristo está en el centro de la Iglesia.
No está de pie, en su taller, con herramientas en la mano, sino crucificado.
Carmen, nuera de Eladio, recordaba palabras recogidas por su suegro en otra visita, en la que encontró a dos mujeres rezando. Dieste les preguntó qué les parecía la Iglesia y ellas le dijeron:
“cuando miramos a Jesús ahí en la cruz nos da una emoción que nos da ganas de llorar”. El ingeniero salió de allí sintiendo que había logrado uno de sus cometidos: acercar la figura de Jesús al hombre.

Cristo crucificado nos recuerda el sacrificio del Hijo de Dios. Condenado a muerte en un instrumento de tortura, dijo Jesús “nadie me quita la vida, yo la doy” (Cf. Juan 10,17-18).
Y así hizo de esa muerte cruel e infamante una entrega, una ofrenda de amor que venció y vence todas las fuerzas del mal.
Cristo crucificado; pero en la imagen realizada por Eduardo Yepes aparece dorado, para que brille la gloria de su resurrección, su triunfo sobre la muerte, que hace de la cruz signo de vida.
Cristo resucitado, con la fuerza del Espíritu Santo es El que hace nuevas todas las cosas (cf. Apocalipsis 21,5), es el principio de la nueva creación.

Si por el trabajo humano participamos en la obra creadora de Dios, uniéndonos en la fatiga a la cruz de Cristo y a su entrega de amor, colaboramos, en cierto modo, con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad (Cf. Laborem Excercens, 27) y allí todo esfuerzo humano toma su sentido.

Cristo Obrero y Nuestra Señora de Lourdes. Esta Iglesia tiene también su copatrona. Su imagen no aparece a la vista cuando se ingresa al templo. Hay que ir a buscarla, a visitarla y la encontramos allí, junto a su Hijo presente en el Sagrario, custodiando los restos de Alberto y Adela.

A ella, Madre y modelo de la Iglesia, le pedimos que nos ayude a ser cada día más Pueblo de Dios, comunidad de piedras vivas, asamblea de fieles convocada y reunida por Jesucristo; comunidad que, en esta “casa de oración”, donde cada ladrillo y cada cristal se convierte en plegaria, tiene un lugar privilegiado que la invita a encontrarse y alabar al Dios creador, redentor y santificador. Así sea.

* El ingeniero José Zorrilla, viejo amigo, me prestó algo de su mirada en este párrafo.
** Esteban Dieste. Iglesia de Atlántida. Testimonio de su desprotegida existencia. Ponencia en el Primer Coloquio Iberoamericano de Arquitectura Moderna, Guadalajara, 2014.

Homilía de Mons. Heriberto en la celebración de la fiesta del Cura de Ars, Seminario Interdiocesano.

Hace algunos años cayó en mis manos un simpático librito, escrito por padres y madres de familia, titulado “Keeping your…

Hace algunos años cayó en mis manos un simpático librito, escrito por padres y madres de familia, titulado “Keeping your kids catholics”, es decir, “manteniendo católicos a tus hijos”. Uno de los capítulos era “Haciendo amistad con los santos”. La mamá que escribió esa parte tenía buenos recuerdos de su escuela católica de infancia, en la que los santos estaban muy presentes. A ella le gustaban las vidas de santos, pero se daba cuenta que eso no le pasaba a todo el mundo. Reflexionando sobre esos recuerdos, fue discerniendo, entre otras cosas, la importancia de distinguir bien entre verdad y ficción y, sobre todo, de no poner tanto el acento sobre lo mucho que los santos sufrieron sino sobre su relación con Dios, su experiencia del amor y de la fidelidad del Señor que los sostuvo en sus pruebas y los llevaron a entregarse de todo corazón a Dios y al prójimo.

El 4 de agosto de 1859, casi 44 años después de su ordenación sacerdotal, murió en su parroquia el Padre Juan María Vianney, nuestro santo Cura de Ars.
Aquí estamos, 162 años después, celebrando su memoria y recordando su vida, su santidad sacerdotal vivida en su tiempo, en sus circunstancias… otro país, otra cultura, otro momento de la historia, otra situación de la Iglesia...

Fueron muchas las pruebas que el Santo Cura pasó y son muchos los testimonios de su amor a Dios y su certeza del amor de Dios por los hombres. Con todo, precisamente porque estamos aquí, en el seminario, me gustaría recordar algunas de las peripecias que él vivió hasta llegar a la ordenación, que fue en otro día de este mes: el 13 de agosto de 1815.

Creo que lo primero que todos aprendimos sobre el cura de Ars es que le costó llegar a ese día; que tuvo que superar muchas dificultades. Incluso se ha dicho que se tuvo con él cierta condescendencia, algo así como “sí, lo podemos ordenar, después de todo es muy piadoso, aunque haya tenido tantas dificultades con el latín y le hayan costado tanto los estudios” … Esas son cosas que se pueden decir y tal vez se hayan dicho pensando desde una perspectiva de “normalidad”, es decir, con todo un sistema funcionando “normalmente” y alguien que, bueno, cae allí, un poco a destiempo, con muchas lagunas en su escolaridad… Pero “normalidad” es una palabra que hoy se nos hace cada vez más sospechosa…

¿Cómo llegó Vianney a su ordenación? Hay una historia remota, la de todo su camino vocacional y una historia breve, la de los días que precedieron aquel acontecimiento. Voy a recordar algunos momentos de las dos.

La historia remota arranca con su familia campesina. Una familia que no era rica pero que se sustentaba con su trabajo y tenía recursos como para ayudar a los pobres, incluyendo a los que en nuestra campaña se solía llamar “los andantes”, es decir, la gente que andaba siempre como de paso, que pedía algo para comer y, si era posible, donde pasar la noche y luego seguir.

Así recibió esta familia, en su hogar de Dardilly, al “vagabundo de Dios”, san Benito José Labre, que apareció por allí junto con otros andantes y encontró la hospitalidad y la caridad de los Vianney. Juan Bautista María todavía no había aparecido en la familia, pero allí, donde nacería un santo, ya había pasado otro hombre de Dios.

Nació nuestro santo cura en 1786. Tres años después estalló la revolución francesa, que puso fin a la “normalidad” del viejo régimen monárquico absolutista e inauguró un período histórico sumamente convulsionado.

La revolución llegó a Dardilly tocando la vida de fe de los Vianney. El párroco aceptó la Constitución Civil del clero que imponía la revolución y se convirtió en un cura “juramentado”. Los Vianney, al igual que muchos otros fieles, se retiraron de la parroquia y su casa se convirtió en refugio para los sacerdotes “refractarios”, que celebraban clandestinamente. Con uno de ellos se confesó y celebró su primera comunión Juan Bautista María.

Dardilly se quedó por un tiempo sin escuela, porque se prohibió enseñar a sacerdotes y religiosos. Juan Bautista María recibió sus primeras letras cuando un ciudadano, más tolerado que aceptado por las autoridades revolucionarias, abrió una escuela en el pueblo. Es a partir de estos comienzos muy accidentados que podemos entender las dificultades del futuro Cura de Ars en los estudios.

A los diez años de la toma de La Bastilla emergió la figura de Napoleón, que impuso el gobierno del consulado y abrió camino para coronarse emperador. Entramos así a otra “normalidad”. Las parroquias y las escuelas religiosas se reabrieron. A los 20 años, el joven Vianney comenzó sus estudios en forma más sistemática en la escuela que había abierto el P. Charles Balley, en Ecully, cerca del pueblo natal de Vianney. Con el apoyo de ese sacerdote, que lo recibiría después como vicario y de sus compañeros, Juan María comenzó sus batallas con los manuales y las clases en latín.

Escapó de un reclutamiento para el ejército de Napoleón e ingresó al seminario menor de Verrières, donde, por sus dificultades con el latín, se le permitió estudiar filosofía en francés. De allí pasó al seminario mayor San Ireneo, en Lyon. Los profesores y compañeros que lo ayudaban privadamente en francés, constataban que entendía bien las materias; pero luego, le era imposible rendir exámenes en latín. Los superiores le pidieron que se retirara. Volvió con el P. Balley que siguió preparándolo y se animó a presentarlo de nuevo para ser examinado, ya en vistas a recibir las órdenes.

La normalidad napoleónica duró 15 años, desde 1799 a 1814. El 8 de julio de 1815 fue restaurada la monarquía en Francia, con el rey Luis XVIII. Y aquí estamos a las puertas de la ordenación de Vianney, el 13 de agosto, dentro de otra “normalidad”. La restauración, a pesar de su nombre, no volvió las cosas al lugar donde estaban. La historia no tiene marcha atrás en la caja de cambios. Habían pasado diez años de revolución y quince años de Napoleón. Ahora Luis XVIII se enfrentaba a personas que tuvieron su protagonismo en cada uno de esos tiempos o que se acomodaron como para atravesar ambos manteniendo su posición y, hay que decirlo, manteniendo también su cabeza sobre los hombros...

 
Y por aquí llegamos a la historia corta de la ordenación del Cura de Ars. Corre agosto de 1815 y Vianney, preparado por el P. Balley, está con su familia en Dardilly. Cuando su ordenación fue aprobada y le entregaron la documentación necesaria, se fue caminando desde Dardilly hasta Grenoble. La aplicación de mapas me da entre las dos ciudades 113 km y 23 h y media de marcha a pie. A 20 km por día, son unos seis días de viaje, en el agosto de verano del hemisferio norte, posiblemente haciendo paradas largas en el camino y evitando lugares peligrosos.

Ahora bien ¿por qué se ordenó en Grenoble, que es otra diócesis? ¿A qué diócesis perteneció el Cura de Ars? Como diocesanos es una pregunta que nos importa.
Hoy en día, Ars está en la Diócesis de Belley, a la que pertenece también Dardilly. Desde 1988 la Diócesis agregó a su nombre Ars, Diócesis de Belley-Ars, por razones obvias.

La Diócesis de Belley ya existía cuando nació Vianney; pero, a comienzos de la normalidad napoleónica, el futuro emperador consiguió que su tío Joseph Fesch fuera nombrado por el Papa arzobispo de Lyon y, enseguida, cardenal. Además, para darle a su tío, que pasaba a ser el primado de Francia, una diócesis más grande, Napoleón hizo que el territorio de Belley pasara a Lyon. Vianney estuvo en el seminario de Lyon como seminarista de la arquidiócesis. Cuando en 1821 fue nombrado párroco, Ars todavía pertenecía a la arquidiócesis lugdunense, porque recién en 1822 el papa Pío VII reestableció la Diócesis de Belley.

Pero, entonces ¿por qué no fue ordenado Vianney en Lyon, que queda a diez kilómetros de Dardilly y a donde hubiera llegado caminando en apenas dos horas?

No fue ordenado allí, porque en Lyon ya no estaba el obispo. El tío de Napoleón no tenía las simpatías del rey que acababa de asumir. Marchó a Roma, donde estuvo al servicio de la Iglesia hasta su muerte, en 1839, sin regresar a Lyon ni renunciar a su título. Fue su vicario, el P. Juan Bautista Courbon quien tomó la decisión de que el futuro Cura de Ars recibiera la ordenación, diciendo: “la Gracia de Dios hará lo que falte”. Y así el diácono Vianney, con todos los papeles en regla, marchó a Grenoble para ser ordenado sacerdote.

Qué lindo que te ordene tu obispo, que te ha acompañado en tu vocación; qué lindo que estén presentes tu familia, tus amigos, las comunidades en las que estuviste cuando eras seminarista; qué lindo que la ordenación sea en tu diócesis: en la catedral o en la parroquia de tu pueblo… nada de eso tuvo el futuro cura de Ars en su ordenación: llegó allí solo y a pie.

El Obispo de Grenoble era Monseñor Claudio Simón. Había llegado a la diócesis en 1802, comienzos de la normalidad napoleónica y permaneció allí como pastor hasta su muerte, en 1825. A poco de llegar había reabierto el seminario diocesano, instalándolo en un antiguo convento de los Mínimos de san Francisco de Paula, que habían sido expulsados por la revolución. La ordenación de Vianney fue en la capilla del seminario.

Al parecer, alguien le señaló al obispo que se le estaba molestando por muy poca cosa: ¡una sola ordenación y de un seminarista forastero! Un hombre que, además, con la vida que había llevado y con esos días de camino, tendría un aspecto que haría honor a su nombre de Juan Bautista.
Sin embargo, Mons. Simón contempló la figura austera de aquel diácono que pedía el orden del presbiterado y dijo, con una sonrisa: “no es gran trabajo ordenar un buen sacerdote”.

Años más tarde, en sus catequesis, el Santo Cura recordaría el momento de su consagración con estas palabras: “El sacerdote es algo grande. No, no se sabrá lo que es, sino en el cielo. Si lo entendiéramos en la tierra, moriría uno, no de espanto, sino de amor”.

Ese es el amor que está detrás de la oración que en este mismo seminario pasó a ser también la canción que tantas veces cantamos: “Te amo, Dios mío y deseo amarte, hasta el último suspiro”. Es la respuesta de San Juan María Vianney al amor de Dios.
Para que también nosotros sintamos el amor del Señor y podamos siempre responderle fielmente, santo Cura de Ars, ruega por nosotros. Amén.

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